viernes, 19 de abril de 2013

Soledades

La casa está vacía sin los niños, sin Emma. Sólo deambulan las gatas, que juegan a perseguirse o a pelearse por el jardín, y habito la noche que, cuando están ellos, la transcurro durmiendo, o tratando de hacerlo entre las pausas de James y sus picores de la piel, de las pesadillas de Alexander. Hoy he pasado toda la tarde haciendo cosas mientras veía u oía las noticias de la BBC: inmersión lingüística como preparación para la entrevista que tengo el martes con los funcionarios americanos encargados de contratar a los profesores visitantes para Madison, la ciudad más tranquila de EEUU. Es curioso: la noticia que he seguido durante todo el día y parte de la noche ha sido la persecución de Dzhokhar Tsarnaev, un niño de 19 años que utilizó, junto a su hermano de 26, unas ollas Fagor para cometer un atentado terrible en Boston, sobre todo por las personas que se han quedado sin pies. Madison es una ciudad tranquila, pero está muy lejos, y me da miedo ir.

Pero también me da miedo España, los juicios sobre los despropósitos del ayuntamiento de Marbella y los que ojalá estén por venir, esa mierda de dinero entregado en sobres a cambio de contratos públicos concedidos a dedo, esa mierda de dinero repartido con prisas, dinero que sobra, dinero que no hay sitio donde esconder y por eso se reparte, me da miedo mi propio asco: el que me produce el estado de este país, que podría seguir nadando en una cierta bonanza pero se ha echado a perder por culpa de todos, pero sobre todo por los de siempre, los que están acostumbrados a ganar mucho dinero con ningún esfuerzo, con subcontratas injustamente legales, con especulaciones a corto plazo, con robos descarados de dinero público. ¿De qué nos sirve educar en la cultura del esfuerzo a los niños si siempre ganan los mismos, los hijos de ellos, los que no trabajan, los que lo tienen todo desde el vientre de sus madres, los que se crían desde el desprecio a los congéneres de diferente casta? La cultura del esfuerzo parece servir únicamente a los pobres, no solo para que sobrevivan en un mundo hostil, sino para alimentar la ganancia de los otros, los de toda la vida, los que nos quitaron la libertad y luego nos la prestaron durante un tiempo demasiado corto, ni siquiera nos dio tiempo a disfrutarla, a acostumbrarnos a ella. Ahora nos la vuelven a robar, pero de una forma distinta, sin armas de fuego, engarzada como una serpiente en el armazón de lo que llaman democracia pero que, día a día, hora a hora, está dejando de serlo, está comenzando a ser otra cosa sin nombre todavía. A lo que se parece este país cada vez más es al país que retrató hace muchos años Charles Dickens. Un país lleno de niños sin platos calientes que comer, de padres buscando cosas de algún valor en los contenedores de basura.


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